Mitos y Leyendas Mapuches

Mitos y Leyendas chilenas

Leyenda del diluvio

Mucho antes de que llegaron los blancos, sólo habitaban las tierras los antiguos y verdaderos mapuches. Dios vivía en lo alto con su mujer y sus hijos, reinando sobre el cielo y la tierra. Aunque siempre era Dios, se lo llamaba de diversas maneras:

Chao, el padre; Antü, el sol; o Nguenechen, creador del mundo.

A la reina, que era su esposa, le decían Cuyen, la luna.

Dios había creado el cielo, las nubes y cada una de las estrellas. Había hecho correr los ríos y crecer los bosques. Pero lo más importante había sido que con sus enormes dedos había sembrado por todas partes a los animales y a los mapuches. Mientras tanto, los dos hijos mayores de Antu (sol) y Cuyen (luna) crecían. Un día, quisieron ser como su padre, querían crear cosas y reinar sobre la tierra. Al ver que no podían comenzaron a criticar y a burlarse de él - hasta que Dios enfureció.

Así, con cada una de las manos tomó a sus hijos de los cabellos y los dejó caer desde lo más alto del cielo sobre las cordilleras rocosas. Los cuerpos gigantescos se hundieron en la piedra formando dos inmensos agujeros. 

La madre Cuyen no soportó la angustia de observar esa pelea y se puso a llorar lágrimas enormes que - poco a poco - comenzaron a inundar los profundos hoyos que en la caída habían hecho sus dos hijos. Así se formaron los lagos vecinos: el Lácar y el Lolog (hoy en Argentina).

Dios tampoco soportó tanto dolor y decidió perdonar a sus hijos rebeldes. Entonces, les dio vida a los dos cuerpos despedazados y los transformó en una enorme serpiente alada encargada de cuidar los mares y los lagos. La llamó Caicai.

Igualmente, la serpiente continuaba con la ambición de derrotar a Dios y dominar, de una vez por todas, el mundo entero. Furiosa, Caicai se llenaba de odio contra Antu y todos los seres vivos creados por su padre.

Al darse cuenta de su error, Dios creó una serpiente buena, a la que llamó Trentren. Y antes de dejarla bajar a la tierra, le dijo:

"Tu misión es vigilar a Caicai. Cuando veas que comienza a agitar el agua del lago, debes avisar a los mapuches para que busquen refugio y se pongan a salvo."

Pasó el tiempo, y un día Dios decidió bajar a visitar a los mapuches. Les enseñó a cumplir los trabajos, a sembrar, a conservar los alimentos y a respetar el tiempo. El gran Chao (gran padre) volvió a su casa satisfecho. Luego, transcurrió otro tiempo tan largo, que los mapuches se olvidaron de las enseñanzas que habían recibido. Es más, dejaron de ser buenos hombres y empezaron a pelearse entre sí. Ya no había quien quisiera escuchar los consejos de Dios. Los propios descendientes de sus hijos hablaban de sus antepasados sin ningún respeto. Tanto enojo sintió Antu, que decidió recurrir a Caicai:

"Quiero que hagas subir las aguas del lago, a ver si un buen susto hace que los hombres cambien su conducta."

La conversación fue escuchada por la atenta Trentren, quien enseguida lanzó su silbido de alerta para convocar a todos los mapuches al cerro donde vivía ella. El pueblo, lleno de miedo, comenzó la subida. Los animales también iban. Pero el agua los perseguía tan deprisa, que muchos murieron ahogados. Los mapuches que caían al agua se convertían en peces o en rocas.

La serpiente buena gritaba: "Trentren, trentren". Y la montaña subía. La serpiente mala decía: "Caicai, caicai". Y el agua aumentaba más y más.

Un día Caicai quiso ir a buscar a los mapuches a las cuevas de los cerros para terminar con su terrible misión. Trentren la interceptó y con su cola la hizo caer por la ladera de la montaña. En su caída, entre las piedras filosas, Caicai murió. Al poco tiempo, las aguas pararon de crecer.

Nadie sabe cuánto tiempo duró la batalla. Sólo se sabe que todos murieron . Todos menos un niño y una niña que sobrevivieron en el abismo profundo de una grieta. Únicos seres humanos de la tierra que crecieron sin padre ni madre, desabrigados de palabras y amamantados por una zorra y una puma. De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches.


Leyenda del pehuen


Desde que Nguenechen (el creador del mundo) los puso en el mundo, los mapuches adoraron el pehuén, la araucaria patagónica. Pero, en un principio, los aborígenes que habitaban estas tierras no se atrevían a comer su fruto por considerarlo venenoso. 

Sin embargo, debajo de su sombra generosa, junto al grueso tronco, se reunían los grupos a rezar, con sus ofrendas de carne, sangre y humo. Hasta hablaban con él, confesándole sus pecados. Luego, antes de irse, colgaban de sus fuertes ramas regalos de agradecimiento. Los frutos, llamados piñones, quedaban tirados en el suelo.


Pero hubo un invierno muy crudo que se extendió demasiado tiempo. Tanto, que la tribu se había quedado sin alimentos, los ríos estaban congelados y los animales habían emigrado. La gran escasez de recursos hacía pasar mucho hambre. La tierra se encogía debajo de la nieve. 

Muchos resistían el hambre, pero los chicos y los viejos se morían. Los cazadores salían a buscar comida pero volvían sin nada. Y algunos se perdían en el intento. Nguenechen (el creador del mundo) parecía no escuchar las plegarias.
Ante la grave situación, se tomó una decisión desesperada. Se reunieron todos los caciques vecinos y decidieron que los jóvenes se dispersaran marchando lo más lejos que pudieran hasta encontrar alimentos, que cada cual buscara por donde le pareciera conveniente. 

Cualquier cosa sería bien recibida: bulbos, bayas, hierbas, granos, raíces o carne de animales silvestres. Pero nadie encontraba nada. Las tribus continuaban muriéndose de hambre.
Sin embargo, hubo un muchacho que - muy alejado de su ruca - recorría una región de montañas arenosas y áridas. Volvía hambriento y azulado por el frío, con las manos vacías y la vergüenza de no haber encontrado nada para llevar a casa cuando, después de una loma, un viejo desconocido con una larga barba blanca se le puso al lado.


Caminaron juntos un buen rato, mientras el muchacho le contaba de su tribu, de sus hermanitos, de los enfermos y de todos aquellos que tal vez ya no volvería a ver cuando llegara. El joven le contaba del hambre que estaba sufriendo su pueblo.


El anciano lo miró con extrañeza y le preguntó:
-- ¿Acaso no son comestibles todos los piñones que están bajo los pehuenes? Cuando caen del pehuén ya están maduros. Juntando un poco se podría alimentar a una familia entera.
-- Los frutos del árbol sagrado son venenosos y Nguenechen (el creador del mundo) prohíbe comerlos. Además, son muy duros - contestó el joven.
-- Hijo, a partir de hoy recibirán ese alimento como un regalo de Nguenechen.
Entonces, el viejo le explicó que a los piñones había que hervirlos en mucha agua o tostarlos al fuego, y que en invierno había que enterrarlos para preservarlos de la helada. Y apenas terminó de darle las indicaciones, se alejó.
El muchacho siguió su camino pensando en lo que había escuchado. 

No bien entró en el bosque, buscó los piñones bajo los árboles. Todos los frutos que encontró, los guardó en su manto. Al llegar a la tribu, contó las instrucciones del viejo. El cacique escuchó atentamente, se quedó un rato en silencio y finalmente dijo:
-- Nguenechen ha bajado a la tierra para salvarnos.
De inmediato, tostaron o hirvieron y comieron el dulce fruto salvador. Fue una fiesta inolvidable. Se dice que, desde ese día, los mapuches nunca más pasaron hambre. Es más, inauguraron una tradición: el gran viaje de recolección de piñones a principios del otoño.
A la hora de rezar, los mapuches se paran frente al Sol naciente, extienden hacia él su mano en la cual llevan una ramita de pehuén, y dicen:
A ti que no nos dejaste morir de hambre,a ti que nos diste la alegría de compartir,a ti te rogamos que no dejes morir nunca al pehuén,el árbol de las ramas como brazos tendidos.


La Flor de la Higuera 

(de la mitología mapuche)
Cuifí ke che niey kimün (La gente antigua sabe lo siguiente):

Cada 24 de junio, en la noche más larga del año, a las 00:00 horas en punto aparece una mágica flor en la rama más alta de todas las higueras. Ésta tiene una vida de sólo un minuto y sus poderes son inimaginables, pues es capaz de cumplir los más ocultos deseos de cualquier ser humano.

Para que esto suceda, la persona interesada debe subir a la anünmka (planta) de higuera y cortar la rama florida justo a las 00:00 horas en punto y mantenerla en su mano durante todo el minuto de vida de la flor, repitiendo su deseo en voz alta.

Sin embargo, esto no será tan fácil como parece, pues el wekufe (diablo) enviará distintos obstáculos al participante, porque como sólo florece en las ramas más altas, hay que subirse al árbol y ase­gurarse bien; porque cuando se acercan las doce se oyen bufidos, berridos, ladri­dos, maullidos y otros gritos espantosos.

Así, mientras trepa por la higuera, el individuo puede encontrarse con un wapo tregua (perro rabioso) del que deberá huir, una dunguy filú (culebra parlante) que intentará confundirlo con sus brujerías o bien un pun ngillüm (pájaro nocturno) que picoteará sus ojos hasta dejarlo pelolái (ciego), entre otras maldiciones.

Si el interesado logra superar tales barreras, podrá pedir el deseo que quiera y éste le será cumplido.

Sin embargo, si la flor muere antes de que la persona logre cortarla, este individuo enloquecerá al instante (loconche), pues ese es el castigo para aquellos que han intentado desafiar al diablo.

Y de su alma, mejor ni hablar, ya que arderá en el infierno hasta la eternidad.

Se dice que esta noche se puede aprender a tocar la guitarra divinamente, sin maestro y sin método. Basta colocarse bajo una higuera, el árbol donde se ahor­có Judas, con una guitarra en los brazos y justo a las doce un ser misterioso le cogerá las manos y se las pondrá sobre las cuerdas. Y esto bastará para quedar convertido en un eximio guitarrista.


Leyenda sobre la fuerza y la astucia de los mapuches 

Cuentan los más viejos que un día un mapuche del llano llevó a sus hijos - una niña y un niño - a recoger piñones para el invierno. En eso estaban, cuando, de repente, sobrevino un cataclismo de fuertes vientos y lluvia. El mar empezó a crecer  y los ríos a desbordarse. Las aguas subieron hasta una roca que servía para guarecer a la aterrada familia. No había más que esperar a que las aguas bajasen un poco para volver al hogar. El padre, en su afán por encontrar una salida, resbaló y cayó en el abismo, y desapareció para siempre. Los niños quedaron solos, y no hacían más que llorar y pedir ayuda.

Poco después, un enorme árbol se desprendió del suelo y, al golpear en la granítica pared, una zorra y un puma saltaron del tronco a la roca donde estaban los niños. Nada hicieron contra los niños muertos de miedo. Al bajar las aguas, las fieras tenían tanta hambre, que tuvieron intención de devorar a los dos niños. Pero eran tan pequeños y lloraban tanto, que se compadecieron de ellos. El puma los cargó en su lomo y los llevó a su cueva, donde ambos carnívoros los alimentaron con el producto de sus cacerías. Con el tiempo, los cuatro comenzaron a tener una vida en común. De allí surge que los mapuches adquirieron la fuerza del puma y la astucia de la zorra.


Leyenda de Huala

En un hermoso valle cordillerano, en las costas de un pequeño lago, vivía hace mucho tiempo una niña llamada Huala. Sus días eran tranquilos. Sólo se dedicaban a estar con su familia, jugar con sus amigos y ayudar en los quehaceres de la ruca. Una de las tareas que más le gustaban era ir a recoger agua al lago. Allí, solía quedarse un buen rato. Aprovechaba para lavarse y peinarse mirándose en el espejo de agua.

El amo del lago, de tanto ver sus hermosos ojitos negros reflejarse en las cristalinas aguas, comenzó a enamorarse de ella. Así transcurrieron muchos años. Huala crecía y se desarrollaba hasta que llegó a ser una joven muy bella y atractiva.

Un día, mientras Huala tranquilamente sacaba agua, una enorme garra emergió del lago y la atropó fuertemente arrastrándola a las profundidades. Los gritos de desesperación y angustia fueron escuchados por sus padres, quienes acudieron enseguida armados con palos. Pero ya era tarde. Huala había desaparecido. Sólo pudieron ver las ondas concéntricas que había dejado el cuerpo de la niña al ser sumergida. 

De inmediato, comprendieron que su hija había sido raptada por El Cuero del lago. Ya no se podía hacer nada porque ese monstruo era invencible. De pronto, la orilla se llenó de peces. Ése era el precio que el dueño del lago les pagaba por arrebatarles a su hija.

Huala fue llevada hasta una cueva en las profundidades de las aguas. Estaba aterrada, pero más lo estuvo cuando contempló - con sus ojos inyectados de miedo - los despojos de otras víctimas a las que les faltaban las cabezas. Esas cabezas son las que el dueño del lago hace rodar desde las cumbres en forma de bolas de fuego y que los mapuches llaman cheruve. La niña no pudo soportar tanto horror y cayó desmayada sobre las rocas.

Al despertarse, el Cuero se había transformado en un joven muy buen mozo, que le declaró su amor.

"Te prometo que te trataré con cariño y dulzura si quieres ser mi esposa para siempre."

Huala, angustiada y sollozando, le contestó:

"Yo sólo quiero seguir viendo a mis padres y la casa de mi infancia. Sólo quiero contemplar la naturaleza, sus árboles, sus montañas, sus valles."

El Cuero devenido joven aceptó su pedido, pero con una condición: nunca debería abandonar las aguas del lago. Así fue como, utilizando la magia que él solo conocía, transformó a la niña en un ave parecida a un pato, pero con patas y alas muy cortas para que no pudiera volar lejos ni caminar bien en la tierra. Así se aseguraba de que Huala no se alejara nunca del lugar.

Desde entonces, la Huala habita los lagos patagónicos en los que nada con gran agilidad y se sumerge hasta lo más profundo de las aguas. A veces, emite un grito que parece un gemido de angustia, como cuando fue capturada por El Cuero. Aún tiene la ilusión de que algún día termine el hechizo y pueda volver a ser libre.


Leyenda del Limay y del Neuquén

Neuquén y Limay eran dos caciques muy amigos. Uno vivía al norte y el otro, al sur. A ambos les gustaba ir a cazar y, casi siempre, lo hacían juntos. Un día, mientras recorrían la orilla del lago en busca de alguna presa, escucharon una hermosa melodía. Se dirigieron hacia allí y sus ojos se deleitaron al descubrir una bellísima mujer de largas trenzas negras.

"¿Cómo te llamas?", preguntaron casi al unísono.

"Me llamo Raihue", contestó la joven, mientras bajaba la cabeza, avergonzada.

Ambos muchachos se enamoraron de Raihue. Y tanto querían su amor que, ya en el camino de regreso, sintieron que los celos destrozaban su larga amistad. Los padres de los jóvenes comenzaron a preocuparse. Neuquén y Limay ya no se frecuentaban tanto como antes. Ni siquiera iban a cazar juntos. Entonces, consultaron a una machi, quien les explicó la causa de la enemistad. De común acuerdo, los padres propusieron una prueba a los muchachos.

"¿Qué es lo que más te gustaría tener?", preguntaron a Raihue.

"Una caracola para escuchar en ella el rumor del mar", contestó la bella mujer.

"El primero que llegue hasta el mar y regrese con el pedido de Raihue, tendrá su amor como premio", sentenciaron los padres.

Los dioses convirtieron a los jóvenes en ríos, quienes - uno desde el norte y otro desde el sur - comenzaron la larga carrera hacia el lejano océano. Mientras tanto, el viento - envidioso por no haber sido tomado en cuenta - comenzó a susurrar en los oídos de Raihue:

"Ellos nunca más volverán. Las estrellas que caen al mar se convierten en hermosas mujeres que enamoran a los hombres. Nunca más los volverás a ver."

Al ver pasar el tiempo sin que sus amantes regresaran, Raihue comenzó a sentirse muy triste. Tanto era el dolor, que fue al lago y, extendiendo sus brazos, le ofreció su vida a Nguenechen (el creador del mundo) a cambio de la salvación de los dos muchachos. Dios concedió el pedido y transformó a Raihue en una hermosa flor de pétalos rojos.

El malvado viento corrió a contarles a los jóvenes, que esforzadamente, continuaban su camino hacia el mar. Sopló tan fuerte el viento, que modificó el curso de los ríos hasta juntarlos en un solo caudal. Cuando comprendieron que Raihue había muerto de angustia, dejaron atrás el resentimiento que los había distanciado y se abrazaron vistiéndose de luto por su amada. Ése fue el origen del río Negro. Unidos para siempre, siguieron su recorrido hasta el mar en honor de la bella Raihue.


Leyenda del Fuego

Dos jóvenes mapuches se entretenían frotando dos palillos, uno de madera blanda y otro de madera dura. Tanto frotaron, que se formó un hueco en el palillo blando. 

De repente brotó del hueco algo brillante. Sorprendidos y atemorizados, arrojaron lejos los dos palillos. Al atravesar el aire, la brasa se convirtió en llama. 

Ésta cayó sobre pastos secos y los incendió. El incendio alcanzó el bosque más cercano y lo destruyó por completo. Arrasó con árboles, arbustos y animales. 

Así fue como los mapuches conocieron el fuego


Los mapuches eran blancos

Durante la creación, Nguenechen (el creador del mundo) creó al mundo todo. Hizo la luz, el cielo, las estrellas. Creó los bosques, las montañas y los animales. Y también hizo al mapuche con la piel blanca. Los mapuches tenían un enemigo feroz: el Sol.

Cuando el Sol vio que los hombres de la tierra eran felices, comenzó a calentar de tal manera, que aquéllos perdieron su antiguo color y se pusieron morochos (con cabello negro).

El Sol estaba a punto de aniquilarlos. Pero Nguenechen observó lo que sucedía e intervino creando la Luna. Ella sí era amiga de los mapuches: alumbraba sin calor y les permitía viajar por las noches sin perder el camino ni torcer el rumbo.


 La leyenda del ñanculahuen

El gran cacique Loncopan está enfermo. Toda la tribu está profundamente apenada por la terrible enfermedad que posiblemente le quite a su líder. La fuerza y la astucia de su bello y fornido cuerpo han desaparecido. 

Está postrado en su catrera sin poder moverse. Los intentos de curación fueron en vano: ni los remedios ni el Nguillatun en el que rogaron a Nguenechen por él, surtieron efectos sobre su perniciosa enfermedad.

Loncopan es adorado y respetado por sus súbditos. No sólo por su valentía y destreza en la caza y la guerra, sino también por la bondad, sabiduría y justicia con que gobierna la tribu. Ya no se puede hacer nada. Sólo queda ir a buscar a una machi que vive entre los cipreses y alerces del espeso bosque. Es la última esperanza, todavía confían en que sus hierbas y exorcismos sagrados puedan curar el terrible padecimiento que lo está arrastrando a la muerte.

La machi entra en la ruca y ve, al lado derecho de Loncopan, a una mujer hermosa. Es Pilmaiquen, la esposa del enfermo. Tiene los ojos llenos de lágrimas y está desesperada. Le ha pedido a Nguenechen que tome su vida a cambio de la de su esposo.

La machi comienza su rito haciendo conjuros. Entre convulsiones, gritos y gestos grotescos exclama en una agitación:

"Ñancu... Ñanculahuen".

(aguilucho blanco... hierba en las cumbres de las montañas)

Los presentes se estremecen. Pilmaiquen ahoga un grito en su pecho. El ñanculahuen es una hierba que crece en las cumbres de las montañas. Además, está celosamente custodiada por el ñancu, el aguilucho blanco. Todo aquel que se atreva a apoderarse de la hierba sufrirá espantosos peligros. Sin embargo, la valiente esposa exclama, sin titubear:

"Yo iré a buscar el ñanculahuen."

Se acerca a la cama de su esposo y le promete:

"Yo te traeré la hierba. En tres días estaré aquí."

Inútil es convencerla de que no emprenda la imposible aventura. Pilmaiquen parte decidida con rumbo fijo: las montañas. Todos quedan aterrados cuando la machi les dice: "Ha ido a buscar el ñanculahuen."

Pilmaiquen se interna por senderos sólo transitados por animales. Es el único modo de llegar a la cordillera nevada. El viento helado le azota la cara. Las piedras y espinas cortantes le lastiman los pies. Pero nada es más fuerte que el inconmensurable amor que siente por su esposo. Eso le da ánimo y le permite soportar los sufrimientos con algo de alegría.

Su alimento son los piñones del pehuen y por las noches, duerme debajo de las lengas achaparradas de las altas cumbres. Al segundo día llega a los dominios del ñancu (aguilucho blanco) el lugar donde crece la hierba que curará a su amado esposo. Agotada, se sienta sobre una roca a descansar. De repente, sus ojos divisan un ave blanca que se posa en una roca cercana a la de ella. La mirada del ñancu es penetrante, y con un fuerte bramido exclama:

"¿Qué has venido a buscar?"

"Mi esposo se está muriendo", responde Pilmaiquen. "¡dame la hierba que sana! Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ella."

El ñancu acepta su sacrificio y le contesta:

"Por el amor que sientes por tu esposo, acepto tu ofrecimiento. Te daré la hierba que necesitas, pero a medida que tu esposo recupere la salud, tú perderás los movimientos y el habla. Sólo conservarás tus ojos sanos para que puedas ver la obra que has hecho, y serás la esposa más amada del mundo."

El aguilucho se va y al rato, regresa con la hierba curativa entre sus garras. Pilmaiquen llora de felicidad.

Al tercer día de la partida, Pilmaiquen regresa con la hierba sagrada en sus manos, entre las muestras de asombro del resto de la tribu. De inmediato preparan la infusión con la sorprendente hierba y comienzan a lavar las heridas de su esposo, que lentamente va recuperando los movimientos. Al mismo tiempo, ella va perdiendo la movilidad y la palabra. Cuando Loncopan recupera su salud, pregunta por su esposa. La encuentra sentada cerca del bosque.

"¿Por qué estás aquí?", le pregunta. Al no poder hablar, Pilmaiquen estalla en un llanto. El cacique, angustiado, consulta a la machi.

"Tu mujer no volverá a hablar ni a moverse jamás. Ése es el costo de tu salvación."

En ese momento, Loncopan comprende cuánto lo ama Pilmaiquen.


Antiguos límites de Chile, en donde el lago se encontraba en territorio mapuche chileno

Leyenda del Lago Musters

Cuentan los mapuches más ancianos que sus abuelos les contaron que en el lugar donde está el lago Musters había un gran mallín (prado) con abundante pasto y animales para cazar. Así fue durante mucho tiempo, pero llegó un año de sequía absoluta. Los fuertes vientos sólo levantaban la polvareda de la tierra reseca. Los animales que no podían huir morían de sed. Los guanacos y ñandúes escapaban hacia los valles húmedos de la cordillera. No había nada para cazar. Los mapuches se morían de hambre.

Entonces, decidieron juntar a todas las tribus vecinas para ofrecerle a Nguenechen (creador del mundo) un gran Nguillatun para pedirle lluvias. Cuentan que cuando estaban realizando la ceremonia se desató (inició) una terrible tormenta. Una gran corriente inundó el mallín y las aguas alcanzaron una altura impresionante. Todos comenzaron a huir despavoridos, pero fue inútil. Los mapuches allí reunidos se ahogaron. Nadie se salvó. Desde entonces, el mallín quedó convertido en un lago muy profundo.

A veces, el lago se enoja y sus olas braman, pudiéndose escuchar su ruido a gran distancia. Las mujeres mapuches se acercan al lago con un gran respeto: lo hacen caminando de espaldas sin darle la cara para que no se enoje como ese día en que mató a todos esos mapuches.

Otra versión cuenta que en las sierras de San Bernardo vivía una tribu enemiga de otra tribu que habitaba unos mallines - donde actualmente está el lago Musters - con abundante caza. Ambas tribus se entablaron en una atroz batalla de la que resultaron derrotados los aborígenes de las sierras. Pero todo no quedó allí: los machis de la tribu vencida les propinaron una terrible maldición a los del mallín. Al llegar el invierno, un gran caudal de agua descendió de la cordillera y ahogó a la tribu enemiga.

De esa manera se cumplió la maldición. Los miles y miles de mapuches sepultados bajo las aguas hacen que el lago brame con sus gritos de dolor y desesperación


Leyenda del Domuyo

La imponencia del cerro Domuyo siempre causó el asombro y la admiración de todo aquel que se detuviera a observarlo. Tambíén motivó que varias de las versiones supersticiosas que giran en torno al Domuyo fueran reunidas hasta recrear una leyenda.

Según los lugareños, que viven desde hace décadas en el lugar, el cerro se enoja cada vez que advierte la presencia de un forastero con la intención de escalarlo a pie o a caballo. La ira del cerro Domuyo se evidencia con el desprendimiento de grandes rocas y las bruscas tormentas de lluvia y nieve. Es casi imposible que alguien soporte semajante cataclismo. El osado que se atreva a violar sus cumbres, seguramente morirá en el intento.

La actitud del cerro se debe a que quiere impedir que se conozca un encantamiento que celosamente guarda: arriba, junto a la laguna, se entretiene peinándose con un peine de oro una joven rubia muy hermosa. La mujer es constantemente protegida por un toro colorado y un potro de pelaje lustroso y renegrecido. El toro es el que arroja las piedras y el caballo es el que - con sus corridas y resoplidos - despierta la tormenta.


Leyenda del volcán Copahue 

Hace mucho tiempo, entre los mapuches que vivían cerca de la Cordillera del Viento, hubo un cacique llamado Copahue. Hijo de un cacique muy sanguinario , heredó de éste la ambición por sojuzgar a otras tribus y la valentía para la guerra. Cuentan que tenía tanto coraje, que el solo anuncio de su presencia provocaba un temor paralizante en sus enemigos. Copahue hizo muchas guerras, pero su batalla más difícil la libró por amor.
Una tarde, después de una batalla, Copahue regresaba [del territorio] de Chile [de hoy] con su ejército. Ya estaban bien entrados en la cordillera cuando el viento empezó a soplar muy fuerte. Las rocas eran empujadas por los torbellinos y caían peligrosamente ladera abajo. Sin embargo, la expedición se empecinaba en continuar por ese camino. Hasta que un derrumbe los dispersó. Al detenerse la tormenta, Copahue quedó malherido por los proyectiles. Abrumado, caminaba solo buscando orientarse en la oscuridad de la noche. De pronto, vio un resplandor aislado. El cacique subió ansioso en busca de ayuda. Una mujer hermosa lo esperaba. 
"Puedes acercarte. Copahue, yo soy Pirepillan."
Pirepillan era una hechicera que, aprovechando sus conocimientos de las hierbas cordilleranas, curó al cacique. Además, le convidó miel y le indicó cuál era el camino correcto para descender la montaña. Antes de partir, Pirepillan detuvo a Copahue y le dijo:
"Antes de que te vayas, quiero decirte algo. Llegarás a ser el más poderoso de los mapuches, pero eso mismo te costará la vida. Lleva este amuleto, que te protegerá de desgracias y maldiciones. Cuando ganes las primeras batallas, vuelve a mi. Te estaré esperando en el mismo lugar."
Copahue partió confundido, pensando en la gloria que le llegaría y sintiendo un amor profundo por Pirepillan. El joven cacique no sabía que se había enamorado de la hija de la montaña, el hada de la nieve. Y tanto la quería, que decidió establecer su tribu al pie del cerro.
No pasó mucho tiempo hasta que Copahue tuvo la oportunidad de vencer en una batalla. Altivo y orgulloso, decidió volver a la cumbre de la montaña para recoger a Pirepillan y llevársela consigo. Pero los más ancianos de la tribu no se lo permitieron.
"Esa mujer es la nieve del diablo - le decían -. Si la traes una maldición caerá sobre todos nosotros."
Entonces, Copahue desistió de su aventura, pero no del amor inmenso que sentía por Pirepillan.
Poco tiempo después Copahue fue, efectivamente, el cacique más rico y poderoso. Los negocios y las guerras lo hicieron amo y señor de todos los mapuches. Pero Copahue, sobre todo después de las batallas, extrañaba a Pirepillan.
Un día oyó contar a un mapuche del norte que el hada de la nieve estaba prisionera en la cumbre del volcán Domuyo. El rumor decía que un tigre feroz y un monstruoso cóndor de dos cabezas no dejaban que nadie se le acercara. Copahue desesperó por la noticia. Debía hacer algo de inmediato. Tenía la plena seguridad de poder salvarla. Nadie lo detendría esta vez. Entonces, se apuró a preparar la expedición. El cacique partió raudo con la esperanza de salvar a Pirepillan y conquistar su amor. Era lo único que le restaba conquistar: el amor del hada de la nieve.
Copahue se despidió de sus hombres al pie del Domuyo y emprendió la escalada solo. En varias oportunidades estuvo a punto de abandonar la aventura. Pero el pensamiento de Pirepillan le daba coraje para seguir adelante. Ya cerca de la cumbre pensó que la empresa era imposible, y por primera vez en toda su vida, se sintió vencido. Entonces, rogó a Nguenechen (el creador del mundo) que lo ayudara, que le diera la oportunidad de pelear por lo único que quería a cambio de su poder. De inmediato, un resplandor brotó de una grieta. Por allí era el camino hacia su amada mujer.
No alcanzó a ver a Pirepillan porque un tigre colorado, enorme y furioso, se le abalanzó. Pero Copahue, con un golpe tremendo, mandó al felino montaña abajo. Deseoso de encontrarse con el hada de la nieve, caminó apresurado hasta la gruta iluminada. Allí estaba ella, joven y hermosa como la primera vez.
"¡Aquí estoy, Copahue!"
gritaba la hija de la montaña. Copahue corrió a abrazarla, pero un cóndor arremetió contra él clavándose la mirada fría de sus cuatro ojos. Entonces Copahue desenvainó su pequeño cuchillo y de dos blandazos certeros cortó las dos cabezas del ave. Ahora sí se abrazaron Copahue y Pirepillan, y comenzaron a bajar juntos el volcán. "Yo sé el camino", dijo Pirepillan, y guió a su salvador por una pendiente empedrada de oro. Copahue no podía creer lo que sus ojos veían. "¡Es el tesoro del Domuyo!", dijo mientras recogía las pepitas de oro. "No subiste hasta acá por el oro", dijo, deteniéndolo, Pirepillan. "El tesoro es de la montaña. Puede enfurecer a matarnos. Ya estamos juntos, no precisamos más que eso." Y Copahue accedió, dejando atrás el camino dorado.
Copahue condujo a Pirepillan con su gente y vivieron muchos años como marido y mujer. Pero su pueblo nunca quiso a la hija de la montaña. Esa mujer había alejado al cacique de los suyos y lo había devuelto sin ánimos de guerra. Así, muchos caciques aliados a Copahue comenzaron a sublevarse y a no reconocerlo como su líder. Frecuentes luchas se entablaron entre los mapuches leales a Copahue y aquellos que ya no querían aceptar su autoridad. En una de esas batallas, el cacique fue herido gravemente y falleció poco después.
Entonces, el odio contra Pirepillan se desató. Los aliados de Copahue comenzaron a culpar de la muerte a la joven mujer. Los amuletos y los hechizos habían sido los causantes del fin del gran cacique. Pirepillan debía morir.
Una noche la fueron a buscar hasta su toldo, que - como siempre - resplandecía con una luz inexplicable. Se la llevaron a los empujones y a los golpes, insultada, en medio del griterío y el humo de las hogueras. Condenada a morir lanceada y colgada de un árbol, el hada de la nieve miraba con horror las lanzas que pronto arremeterían contra ella. Entonces, Pirepillan llamó con todas sus fuerzas al muerto que alguna vez la había salvado:
"¡Copaaahueee! ¡Copaaahueee!"
Pero fue en vano. El grito pareció enfurecer todavía más a los mapuches, que se apuraron en matarla. Mientras estaban haciendo una fosa para enterrar el cuerpo de Pirepillan, los verdugos fueron bañados por unas aguas hirvientes que brotaban fuertemente de entre los peñascos donde cavaban.
"¡Cutralco! ¡Cutralco!"
gritaban los mapuches mientras corrían despavoridos. Era un castigo de su antiguo jefe, Copahue.
Desde entonces, las tribus vecinas al lugar no se atreven a cruzar por esos valles, a los que llamaron Copahue. Para hacerlo tienen que llevar consigo una piedra verde a la que atribuyen la propiedad de espantar (dar susto a) los malos espíritus. La piedra puede ser hallada en la montaña y es denominada llanalhue, alma de la otra vida.


Leyenda del cerro Tronador

Hace ya muchos siglos, en el valle cercano al cerro que los blancos llaman Tronador vivía una tribu de indígenas acaudillada por el valeroso cacique Linco Nahuel (tigre del ejército). 

Los valles estaban protegidos por altas montañas. En el interior de la más alta, llamada "Amun Card", (montaña sagrada), vivía un antepasado de la raza llamado Pillán, que custodiaba y vigilaba desde las cumbres. 

Linco Nahuel era muy celoso de sus dominios y tenía centinelas en todas las alturas para prevenir ataques enemigos. Sucedió que un día sus centinelas le trajeron una alarmante noticia: un ejercito de enanitos, jamás vistos antes, estaba invadiendo su te-rritorio e intentaban escalar la montaña sagrada. 

El cacique envió urgente a sus mejores soldados a cerciorarse de la novedad y a tratar de convencer a los intrusos de que depusieran su pre- tensión de apoderarse de tierras ajenas. 

Para amedrentarlos y hacerlos huir se disfrazaron con pieles de tigre y plumas de ñandú, desfigurándose la cara con pinturas que les daban un aspecto feroz. Al poco tiempo volvieron los enviados sin haber conseguido su intento. Los enanitos se habian reído y burlado de ellos desafiándolos: habían venido para quedarse porque les gustaba el lugar, y si no los dejaban tranquilos lo pagarían caro.

 Inmediatamente comenzaron a escalar elAmun Car en cantidades asombrosas, de forma que las laderas del cerro negreaban de enanitos. Furioso Linco Nahuel, decidió acabar con aquellas pequeñas cria- turas y organizó su ejército para exterminarlos. 

Ante el ataque de los fornidos soldados de Linco Nahuel, los enanitos parecieron asustarse y huyeron hacia las alturas y hacia allí los persiguieron monte arriba. Pronto se dieron cuenta de que habían caído en una trampa: a su retaguardia y a sus costados surgieron miles y miles de enanos armados con flechas envenenadas. 

Todos los cañadones y riscos estaban repletos de enemigos, que a pesar de su diminuto tamaño, los fueron empujando hacia la cumbre y allí comenzaron a arrojarlos uno a uno al abismo. El jefe de los enanos obligo a Linco Nahuel a contemplar desde lo alto el terrible espectáculo de ver como sus súbditos eran despeñados. 

El Pillán, espíritu dueño del cerro, se despertó por el fragor de la pelea, y al ver sus dominios pro- fanados se enojó terriblemente y comenzó a arrojar humo, fuego y lava hirviendo por la boca del cráter. En poco tiempo todos los combatientes fueron reducidos a cenizas. 

A los jefes les impuso como castigo el quedar convertidos en riscos enfrentados en la cumbre del cerro, pero sin que pudieran tocarse mutuamente. Aún hoy se los ve cubiertos de nieve y allí seguirán mientras el Pillán, dios de la ira, siga vivo en el interior del cerro. 

Cuando el Pillán muera para siempre, los jefes contrincantes recuperarán su primitiva forma. Pero hasta ahora el Pillán sigue retorciéndose y sus ruidos, parecidos a truenos, se escuchan a enormes distancias. Por este motivo los huincas le pusieron al cerro el nombre de "Tronador".


Leyenda del lago Aluminé 

Cuentan los viejos más viejos que un día Nguenechen (creador del mundo) decidió que Antu (dios del Sol) y Cuyen (diosa de la Luna) se convirtieran en marido y mujer. Además, les encomendó que - en el nombre de él - reinaran sobre la tierra. Así se los podía ver juntos marchar por el espacio. Pero, pasado un tiempo, Antu se cansó de Cuyen. Ésta le reprochó su injusta actitud. Antu reaccionó indignado y le propinó una trompada en la cara. Desde ese momento, él se convirtió en el único astro del día y dueño absoluto del universo, mientras que Cuyen recorre sola su senda nocturna mostrando las cicatrices de su rostro.
Un día Cuyen, ansiando una reconciliación, decidió acelerar su viaje para alcanzar a su amado Antu antes de que éste se ocultara. Pero la diosa de la Luna se encontró con una sorpresa. Antu se estaba besando con el lucero (estrella) de la tarde (Venus), de quien se había enamorado. El dolor le provocó un llanto tan copioso, que las lágrimas formaron el lago Aluminé. Desde ese día, el lago tiene la pureza y la dulzura de Cuyen. 


Leyenda del Lanín 


La tribu del cacique Huanquimil vivía hace mucho tiempo en el valle de Mamuil Malal, al pie de la ladera norte del Lanín. Un día, un grupo de cazadores recorría el bosque persiguiendo los rastros de un huemul. Decididos a encontrarlo, comenzaron a subir la ladera con rumbo a un manantial de agua. Estaban seguros de que el animal iría hacia allí a saciar su sed. Al llegar a la cascada, se ocultaron y esperaron en silencio. Después de un tiempo, el animal llegó al lugar y se puso a beber el agua transparente. Los muchachos apuntaron sus flechas, pero un ruido espantó al ciervo, que huyó rápidamente hacia la cima de la montaña. La persecución parecía no tener límites. Los cazadores estaban empecinados en cazar el huemul. Lo seguirían hasta la cumbre de la montaña si fuese necesario.
Y así fue. Los cazadores se separaban, subiendo por distintas sendas, para acorralar la presa. A veces el huemul se detenía y luego, asustado, volvía a escaparse, siempre trepando montaña arriba. Ya estaban muy alto cuando lo atraparon. El ciervo quedó arrinconado y esperó el sacrificio. Así, los triunfantes cazadores pudieron clavarle sus cuchillos.
Una vez recuperados del éxtasis provocado por la caza, miraron a su alrededor y se precataron de que no conocían ese lugar. Nunca habían subido tan alto. Cierto miedo los invadió. Entonces se levantaron y comenzaron el descenso, arrastrando el cadáver montaña abajo.
Al llegar a la tribu, fueron recibidos victoriosos. Nadie se imaginaba lo que sucedería. Antes de que el cuerpo del huemul fuese desollado y su carne deshuesada y salada, el volcán empezó a humear y a dar señales de que algo terrible podría ocurrir. Esa noche todos sintieron el temblor de la montaña. A partir de esa día, la angustia se hizo dueña de la tribu de Huanquimil. El humo nubló el cielo y no se vio más la luz del Sol, la tierra caliente temblaba bajo los pies de los mapuches, una lluvia de cenizas caía sobre los sembrados. De nada servían las rogativas a Nguenechen (el creador del mundo).
El cacique, desesperado, recurrió a la machi:
"¿Cómo podemos aplacar la furia del Pillan?"
La machi se recluyó dos días para meditar. Cuando volvió de su retiro, nadie podía creer lo que estaban escuchando:
"Tan sólo una ofrenda tranquilizará al Pillan. Pide el tesoro más preciado de Huanquimil, su hija Huilefun."
La tribu rompió en llanto y en exclamaciones de dolor. La machi agregó:
"Debe llevarla a la cumbre el más joven y valiente de los guerreros."
En ese instante, un muchacho llamado Quechuan se adelantó y dijo: "Yo la llevaré."
El cruel sacrificio debía cumplirse; si no, todos morirían en manos de la furia de la montaña.
Cuando llegó el momento de la despedida, todo era angustia. Entre lágrimas y gemidos de dolor, cada uno de los integrantes de la tribu se acercó a Huilefun para darle el último abrazo y agradecerle lo que estaba haciendo por ellos. Después, Quechuan le tomó la mano a la muchacha y emprendieron el rumbo obligado: la cima de la montaña. Todos persiguieron con la mirada sus siluetas hasta que se perdieron en la oscura nube de humo y cenizas.
Quechuan y Huilefun subieron la cuesta del Lanín sin decir una palabra. Les faltaba el aliento por el esfuerzo, y de a ratos se sentaban a descansar sobre las rocas. A medida que subían, el calor se hacía insoportable, y el aire, cada vez más escaso. Tenían que taparse la cara con un manto para no respirar las cenizas que emanaba el volcán.
A mitad del trayecto, Huilefun no pudo más. Entonces, Quechuan la cargó sobre sus hombros. Así llegaron hasta el borde del cráter.
"Ya puedes volver", dijo muy bajito Huilefun. Quechuan no podía hacer eso; él estaba enamorado de la joven muchacha. Entonces, la bajó de sus hombros y, mientras la abrazaba con sus fuertes brazos, le dijo: "Yo me quedo con vos." Luego, besó los labios calientes de Huilefun.

Y así fue. Los cazadores se separaban, subiendo por distintas sendas, para acorralar la presa. A veces el huemul se detenía y luego, asustado, volvía a escaparse, siempre trepando montaña arriba. Ya estaban muy alto cuando lo atraparon. El ciervo quedó arrinconado y esperó el sacrificio. Así, los triunfantes cazadores pudieron clavarle sus cuchillos.

Una vez recuperados del éxtasis provocado por la caza, miraron a su alrededor y se precataron de que no conocían ese lugar. Nunca habían subido tan alto. Cierto miedo los invadió. Entonces se levantaron y comenzaron el descenso, arrastrando el cadáver montaña abajo.
Al llegar a la tribu, fueron recibidos victoriosos. Nadie se imaginaba lo que sucedería. Antes de que el cuerpo del huemul fuese desollado y su carne deshuesada y salada, el volcán empezó a humear y a dar señales de que algo terrible podría ocurrir. Esa noche todos sintieron el temblor de la montaña. A partir de esa día, la angustia se hizo dueña de la tribu de Huanquimil. El humo nubló el cielo y no se vio más la luz del Sol, la tierra caliente temblaba bajo los pies de los mapuches, una lluvia de cenizas caía sobre los sembrados. De nada servían las rogativas a Nguenechen (el creador del mundo).
El cacique, desesperado, recurrió a la machi:
"¿Cómo podemos aplacar la furia del Pillan?"
La machi se recluyó dos días para meditar. Cuando volvió de su retiro, nadie podía creer lo que estaban escuchando:
"Tan sólo una ofrenda tranquilizará al Pillan. Pide el tesoro más preciado de Huanquimil, su hija Huilefun."
La tribu rompió en llanto y en exclamaciones de dolor. La machi agregó:
"Debe llevarla a la cumbre el más joven y valiente de los guerreros."
En ese instante, un muchacho llamado Quechuan se adelantó y dijo: "Yo la llevaré."
El cruel sacrificio debía cumplirse; si no, todos morirían en manos de la furia de la montaña.
Cuando llegó el momento de la despedida, todo era angustia. Entre lágrimas y gemidos de dolor, cada uno de los integrantes de la tribu se acercó a Huilefun para darle el último abrazo y agradecerle lo que estaba haciendo por ellos. Después, Quechuan le tomó la mano a la muchacha y emprendieron el rumbo obligado: la cima de la montaña. Todos persiguieron con la mirada sus siluetas hasta que se perdieron en la oscura nube de humo y cenizas.
Quechuan y Huilefun subieron la cuesta del Lanín sin decir una palabra. Les faltaba el aliento por el esfuerzo, y de a ratos se sentaban a descansar sobre las rocas. A medida que subían, el calor se hacía insoportable, y el aire, cada vez más escaso. Tenían que taparse la cara con un manto para no respirar las cenizas que emanaba el volcán.
A mitad del trayecto, Huilefun no pudo más. Entonces, Quechuan la cargó sobre sus hombros. Así llegaron hasta el borde del cráter.
"Ya puedes volver", dijo muy bajito Huilefun. Quechuan no podía hacer eso; él estaba enamorado de la joven muchacha. Entonces, la bajó de sus hombros y, mientras la abrazaba con sus fuertes brazos, le dijo: "Yo me quedo con vos." Luego, besó los labios calientes de Huilefun.

Se sentaron juntos, abrazados debajo de sus mantos. De repente, un grito los exaltó. Era el poderoso cóndor, que se abalanzó sobre la pareja y de un zarpazo arrancó a Huilefun de los brazos de Quechuan. Aprisionándola con sus garras, la levantó en el aire y la dejó caer en la boca humeante del cráter. Quechuan, asustado, corrió cuesta abajo. Al mismo tiempo, la ceniza se comenzó a disipar mientras un aire húmedo y frío invadió la montaña.
Cuentan los mapuches más viejos que fue la nevada más grande de que se tenga memoria. Duró tantos días, que ya nadie recuerda cuántos. Así fue como la nieve cayó sobre el cráter y sepultó para siempre su fuego milenario, enfriando la montaña para salvarla del incendio y cubriendo la tierra mapuche con su blanco color.

Leyenda de la mutisia 

Hace mucho tiempo había, en los valles de la cordillera cercanos al volcán Lanín, dos tribus que se odiaban de un modo descomunal. Eran acérrimas enemigas, y su relación era irreconciliable. Tanto odio sentían entre ellas, que siempre había motivo para enfrentarse en batallas.

En ese contexto de guerra, sucedió algo increíble: el hijo del cacique de una de las tribus y la hija del otro cacique se enamoraron enloquecidamente. Pero tenían un problema. No podían encontrarse muy seguido, y si lo hacían, tenía que ser a escondidas, por el odio que existía entre sus padres. 

Una noche oscura, la machi velaba la sangre de un animal sacrificado para el Nguillatun, cuando, de repente, el silencio se hizo añicos por el graznido del pun triuque (el pájaro chimango de la noche). Su grito es señal de mal presagio y la machi lo sabía. Entonces, miró a su alrededor y vio correr entre los árboles a la querida hija del cacique, que escapaba con el hijo del cacique enemigo. Fue ése el peligroso suceso anunciado por el pájaro agorero.

La machi estaba convencida de que la fuga debía ser severamente castigada. Pero, antes de comunicárselo al cacique, prefirió consultar al Pillan (espíritu de la persona que acaba de morir.

"¿Debo contar el rapto al padre de la hija?" - "Sí, debes contarlo", contestó el Pillan.

La machi corrió apresurada hacia el toldo del cacique y le narró lo sucedido. En ese mismo instante, se escuchó - por segunda vez - el grito del pun triuque (pájaro Chimango de la noche).

Furioso, el cacique ordenó la búsqueda y captura de los prófugos. Los jóvenes fueron apresados muy pronto y, ante la presencia de toda la tribu, fueron juzgados y condenados a muerte. Los enamorados intentaron alegar (postular) su inconmensurable amor, pero no se los escuchó. No participar del odio entre las dos tribus era un grave delito, que exigía un castigo ejemplar. Luego de escucharse la sentencia, el pun triuque (pájaro Chimango de la noche) - por tercera vez - volvió a gritar su chillido sufrido. Nadie lo escuchó.

Los jóvenes, desnudos, fueron atados a un poste. Entre gritos e insultos, cientos de lanzas y machetes se abalanzaron contra ellos, dándoles la muerte más cruel.

A la mañana siguiente, los verdugos de tan atroz crimen quedaron estupefactos al ver que, en el lugar del sacrificio, habían crecido flores nunca antes vistas por esos lugares. Eran hermosas, circulares, parecidas a las margaritas, pero con largos pétalos rojos.

"¡Quiñilhue! ¡Quiñilhue!", gritaban aterrorizados los primeros que las vieron. Y con ese nombre se conoce desde entonces a la flor que produce una enredadera, la cual se abraza y trepa por los árboles como se abrazaba la enamorada pareja cuando fue condenada a muerte. Desde entonces los mapuches - avergonzados y arrepentidos - comenzaron a venerar (adorar) a la flor que los blancos conocen con el nombre de mutisia.


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